31 de enero de 2010

Discurso de la inauguración del monumento a Mora y Cañas en Puntarenas (1918)


8 de diciembre de 1918

Señoras y Caballeros:

En tranquilo recogimiento, entregadas al culto venerado de sus padres y a la reminiscencia de las épocas pasadas, viven en San José las hijas de don Juan Rafael Mora, y esas  distinguidísimas damas tuvieron para mí la benevolencia, que nunca podré olvidar, de confiarme su representación en este acto solemne.

Desea la familia Mora que conste su agradecimiento profundo para todos: las autoridades supremas del Estado y el pueblo dignamente representado por el abnegado Pastor y por los Comités de Puntarenas y de otras ciudades de la República y por la Sociedad Federal de Obreros de la capital; que haga mención especial del joven consagrado con todo el ardor de su vibrante corazón a las glorias de su país y por lo mismo fervoroso de la epopeya y de sus caudillos, me refiero a Octavio Castro, y finalmente debo decir que ha sido muy grata la forma popular de la propaganda que se hizo a la noble iniciativa y la acogida que la prensa, el Ateneo, la Sociedad de Estudiantes, los ciudadanos todos de este país le dispensaron y que las palabras de gratitud no pueden faltar para los delegados de los Poderes y asociaciones y para el artista por la concepción y bella ejecución del monumento, que acaba de entregarse a la pública admiración. Debo agregar señores, que como el parentesco que hoy tengo con esta honorable familia que represento, no obscurece en mi espíritu el conocimiento de sucesos que pertenecen a la historia, acepté también la credencial honrosa que tuvo a bien darme el Ateneo de Costa Rica para ocupar esta tribuna y presentaros un estudio, digno por su imparcialidad, de la memoria de los próceres Mora y Cañas, y de la última página de su existencia terrenal.

Después de terminar felizmente la Campaña Nacional, y no obstante los sacrificios de vidas y recursos que fue necesario imponer, los hombres de gobierno de la Administración Mora, gozaban de envidiable prestigio y se dedicaron a engrandecer moral y materialmente a su país. Ni antes ni después de 1857, el año de la paz, ha habido un Jefe de Estado a quien el pueblo conociera más de cerca y a quien tributara su cariño de modo más intenso, como lo prueba hasta la forma familiar acostumbrada para nombrarlo: «Don Juanito».

Brillaba en sus ojos la inteligencia y una vida de labor fecunda en lo privado y en lo político le había ganado las simpatías y la estimación generales, pero fue su carácter lo que le conquistó en esta tierra uno de los primeros puestos, precisamente, porque no es esa la nota dominante entre sus compatriotas. Desde 1855 llegó Walker a Nicaragua y apoyado por el partido democrático había logrado dominarla. Desde entonces el Coronel Kinney intentaba sus proyectos de colonización y numerosos documentos confirman la idea que existía entre algunos empresarios norteamericanos para formar con nuestros países un Estado esclavista, anulando las libertades y la propiedad de los dueños de la tierra, y amenazando con un eclipse total para tiempos no remotos, nuestra religión, nuestra lengua y nuestra raza.

Pues bien, lo más hermoso de la participación de Costa Rica en la campaña es su iniciativa altruista, el no haber esperado que las nubes negras obscurecieran su propio cielo, el haber acudido presurosa a los campos de Nicaragua, antes que sus hermanas, para decidir el problema de la autonomía de Centro América.

Vamos a comprobarlo citando las palabras textuales de una carta dirigida por don Juan Rafael Mora a su Agente Diplomático en Guatemala, al iniciarse la campaña de 1856. Dice así el párrafo:

«Cuando Costa Rica salvó sus fronteras comprometiendo el honor de sus armas, la vida de sus hijos y la paz en que ha fundado siempre su creciente prosperidad, lo hizo por la más noble, por la más santa de las causas. No la movió un interés rastrero, no el ansia de gloria, pues si es cierto que en su marcha halló ya invadido el territorio, no contaba con ello al empuñar la espada. Su primer objeto era asegurar el bienestar de Centro América».

Y después, decepcionado por la actitud cautelosa y espectante de las Repúblicas que tienen lazo de solidaridad con la nuestra, admirad este apóstrofe de la misma carta, que pinta de cuerpo entero al gran patriota:

«Actualmente se venden en los Estados Unidos acciones sobre los territorios de Centro América que Walker piensa conquistar. Veremos cuáles de dichas acciones se hacen primero efectivas. Los terrenos de Costa Rica se podrán adjudicar cuando haya muerto el último de los naturales».

La decisión del caudillo electrizó y arrastró a su país. Eso valió entonces a nuestra patria el primer papel que en el drama más interesante de la historia de Centro América, le cupo en suerte representar y entonces terminaron también los justos reproches que se nos hacían de separatistas, egoístas y poco fraternales. Mora, vencedor de Walker, regresó cubierto de laureles, pero cometió el error de prolongar su período de mando, por una segunda reelección. Las pasiones políticas prepararon en la sombra una conjuración de cuartel y un círculo aristocrático logró adueñarse del Poder el 14 de agosto de 1859, dictando enseguida contra los leaders de la reciente campaña, un decreto de ostracismo.

El ex-Presidente se dirigió a los Estados Unidos y después de corta temporada en aquel prodigioso país, cuyo Gobernante había aprobado la actitud de Costa Rica y fulminado excomunión contra la falange de aventureros que siguieron a Walker, después de ser recibido con honores oficiales en Washington, regresó a Centro América y fijó su residencia en San Salvador.

Su actividad no conocía, en la mitad de la vida, desmayo alguno. Fue uno de los que primero iniciaron en El Salvador la siembra del cafeto. Así correspondió a la brillante hospitalidad que le dispensaron la sociedad y el gobernante salvadoreño General Gerardo Barrios. Sus planes de vida tranquila, el sueño de transportar y acrecentar su fortuna y el temple de su alma, le daban absoluta conformidad. Habíase transformado el político y vuelto Cincinato a su primitiva ocupación: el cultivo de los campos apacibles y fecundos.

Pero en Costa Rica estaban lejos de aceptar el avatar de sus destinos, y los numerosos adeptos al partido del antiguo régimen volvían sus miradas a El Salvador y dirigían excitativas al caudillo. Se llegó hasta emplazarlo fijando como prueba para su honor la fecha del aniversario de nuestra independencia, pues decían más de sesenta personajes de la clase llamada directora, que la conspiración estaba madura y estallaría triunfante aun sin la presencia del Prócer, con sólo la consigna de su nombre.

Oíd ahora con atención los pensamientos que agitaban en opuesta pugna la cabeza del futuro mártir; son un verdadero presentimiento de su próximo fin, están escritos la víspera de su partida del país hospitalario, y a la vez son un trozo íntimo que pinta su voluntad de acero y la ternura de su alma:

“Diez de Setiembre, a las once de la noche.—Por fin partiremos mañana. Que Dios guíe mis     pasos. Él, que conoce mis intenciones, que favorezca mi buena fe. Me aseguran que no se derramará ni una sola gota de sangre. Cañas duerme tranquilo en el cuarto siguiente. ¡Pobre Cañas! Uno de sus niños queda enfermo y por más esfuerzos que hace se le conoce la tristeza con que lo deja! Pero pronto lo veremos. Casi deseo que el Puerto no haya sido tomado, que Arancibia se haya arrepentido; entonces seguiríamos a Panamá y después viviríamos tranquilos en este destierro, por más puyas y empeños que vengan de Costa Rica... Son las doce... ¿Por qué estoy triste? No lo sé. He visto a mis bajitos dormidos y me destroza el corazón la idea de que quedaran desamparados. ¿Qué sería de Inesita, si una desgracia me condujera al sepulcro? Esto no es probable, a menos que la traición... Si tal sucede... si fuere sacrificado... Hijos míos, no procuréis vengar mi muerte, porque la venganza desasosiega antes y desespera después de hecha”.

Venía, pues, Mora, obedeciendo a un alto dictado de su patriotismo y al conjuro de su pueblo, y se muestra profundamente humano al contemplar en perspectiva la posible adversidad, y como quien se alista a un duelo entre caballeros, prohíbe a sus descendientes las pasiones del odio, aun en la más justa de las represalias. Tal fue de magnánimo aquel heroico corazón!

Lo que sucedió después, a pesar de que ha transcurrido más de medio siglo, está grabado en todas las memorias costarricenses. El 15 de Setiembre de 1860 amaneció en el Golfo el barco «Guatemala» y desembarcaron el ex-Presidente y un cuadro de Jefes de su familia y de su intimidad. Ni un solo extranjero. Ninguna tropa. Puntarenas los recibe con delirantes aclamaciones, la población entera apareció embanderada; así cumplió esta ciudad su compromiso. En cambio el pueblo del interior permaneció pasivo, inerte, y el Gobierno pudo organizar un ejército numeroso que puso a las órdenes del Coronel Máximo Blanco. La lucha fue interesante, porque las fuerzas revolucionarias parapetadas en la Angostura, tenían a su frente al bizarro General Cañas, pero la partida era desigual, y después del asalto ordenado el 28 de setiembre, la trinchera fue tomada y los Moristas desbaratados.

Llega por fin, costarricenses, la hora de prueba para el héroe. Había logrado escapar a la soldadesca y se hallaba refugiado en la casa del señor Farrer, Cónsul Inglés, bajo el amparo de una de las banderas más respetadas de la tierra. Registraban los domicilios pero ese era inviolable y nadie hubiera osado allanarlo. Por dos días toda pesquisa había fracasado. Había un plan de evasión bien combinado que proponía el Capitán Roger. Contaba con un bote en la alta noche y el fugitivo tenía un barco a su disposición que lo aguardaba en el Estero.

Pues bien, no! Mora decidió preguntar por la suerte de sus compañeros a uno de sus más poderosos enemigos, a don Francisco María Iglesias, y oíd los términos en que le fue contestada su carta por el Alto Comisario del Gobierno de Montealegre:

«Don Juan: con dolor cumplo un deber terrible; acabo de demorar con instancias la ejecución de dos personas. La vida de Ud. salva de la muerte a muchos de los suyos. Si Ud. se presenta o es descubierto, será ejecutado tres horas después, los demás se salvarán y tendrán gracia. Los momentos son terribles. Gómez continúa registrando hasta los pozos: pida Ud. a Dios, nuestro solo protector y padre, que le inspire lo que debe hacer. No tengo poder, ni está en mi mano salvar a Ud. Dios conoce mi corazón en estos instantes y si yo pudiera salvaría a Ud. He olvidado todo y ahora sólo soy el amigo del hombre caído y desgraciado. Mande Ud. lo que a bien tenga; yo no diré ni he dicho que Ud. se halle en parte alguna».

Esta carta cuyo original he tenido en mis propias manos fue encontrada en la levita que portaba en los últimos momentos la ilustre víctima.

Pueblo de Costa Rica y vosotras jóvenes compatriotas, escuchad lo que sigue: Mora era biznieto del Capitán don Camilo de Mora, Teniente Gobernador de nuestro valle de San José, nombrado por el Rey de España y la estirpe de los bravos nunca se desmiente. He dicho que podía salvarse y dejar sano y salvo el país. Mora voluntariamente se entregó para salvar a sus hermanos y a sus amigos.

En la antigüedad los historiadores comentaban en las biografías de los grandes hombres, la hazaña que se atribuye a Régulo. Tomado primero por los cartagineses fue enviado como Embajador a Roma para hablarles de rendición, y Régulo los instó como ninguno a oponer más que nunca las corazas a las flechas de la odiada rival, y cumplida en esta forma singular su misión, sólo para honrar la palabra empeñada, regresó a Cartago en busca de la muerte inevitable, a pesar de los ruegos y lágrimas de todos sus compatriotas.

Don Juan Rafael Mora, en cambio no tenía palabra ni juramento ofrecido, y a pesar de que sus sentimientos de hombre de familia eran vehementes, no vaciló en ofrecer su vida en holocausto, pues la orden del Gobierno fue cumplida literalmente. El 30 de setiembre, tres horas más tarde de su voluntaria entrega, fue ejecutado en este mismo sitio.

¡Eterna lección de carácter para los costarricenses; sublime ejemplo de abnegación que vale, a mi juicio, para su gloria, más que las proezas de la Campaña Nacional!

El hermano del Presidente, General don José Joaquín Mora, don Manuel Argüello y algunos otros revolucionarios, se salvaron gracias a la sangre derramada.

No así el infortunado General Cañas. Permitidme señores que le dedique siquiera unas pocas pinceladas para presentar ante vuestros ojos, una de las más egregias y más puras glorias centroamericanas.

Puntarenas tiene deuda con su gran Gobernador. Éste era un pueblo pequeño, que sólo tenía su envidiable situación como vigía del Golfo de Nicoya, uno de los más bellos del mundo y el General lo transformó bajo su mano ávida de progreso.

Costa Rica tendrá—mientras exista como Nación independiente y soberana—un deber sagrado para el Jefe que no nació en su suelo, que se inició en la carrera de las armas en la legendaria legión de Morazán y que fue, según confesión de las memorias de Walker, el único militar entre sus enemigos que parecía poseer por intuición la ciencia de la guerra.

Cuando las tropas regresaron a sus hogares, después de firmada la paz, se preparaba para el General espléndida recepción, en que participarían gozosos el pueblo y el Gobierno. Cañas dando ejemplo de suma sencillez esquivó las ovaciones y apareció prematuramente en la capital, vestido con traje civil, en el seno de su modesto hogar. Todos vosotros conocéis el episodio de la trinchera, cuando dado el asalto y desbandados los revolucionarios, Cañas enciende con su cigarro la mecha y dispara personalmente el último cañonazo. Pero permitidme trascribir unas cuantas frases de galantería caballeresca que pintan su carácter. Refugiado el General en el consulado de Colombia, al subir por primera vez la escalera de la casa, encuentra a la señora Doña Micaela Icaza de Echeverría, esposa del Cónsul, y haciendo un gesto de profundo acatamiento, así le dijo: «Señora, lo que los enemigos no han logrado arrebatarme, lo rindo a vuestros pies», y depositó su espada.

Finalmente, cuando el pelotón de soldados había recibido de un oficial mercenario las órdenes para su fusilamiento, la tropa temblaba y evitaba apuntarle. Don José María Cañas, con voz entera y como siempre jovial, les dice: «Amigos míos, cuando gusten; obedeced y apuntadme bien». Sólo así pudieron soldados costarricenses disparar contra ese corazón, plegándose a la última orden del que los condujo a la victoria.

El Gobierno en las Gacetas de la época, insertó algunas exposiciones para justificar su conducta, pero ha perdido la partida en el juicio sereno de la posteridad. Lo que a menudo sucede en otros países, lo que excepcionalmente ocurre en Costa Rica, aquel Gobierno y su círculo confundieron el interés de partido con el supremo interés de la Patria y se quiso, según la propia frase empleada, dar una lección imponente al país para evitar la anarquía futura. Ni Mora ni Cañas merecieron la última pena, y su sacrificio, ya lo veis, costarricenses, ha realzado su pedestal de gloria.

Ambos caudillos fueron y son favoritos de la Democracia. Compartieron en la guerra las penalidades del soldado, desafiaron las balas y la peste, impulsaron en la paz la redención del progreso. Edificaron la Universidad, el Teatro, el Palacio, la Fábrica y el Hospital; dotaron a Costa Rica de Obispado, realizando las aspiraciones generales manifestadas desde antes de la independencia; se preocuparon de vías de comunicación en el interior y de las relaciones con el extranjero, dando a su país personalidad, decoro y relieve en el concierto centroamericano; administraron con probidad el Tesoro y aumentaron la riqueza pública, coincidiendo su Gobierno con una época de bonanza financiera; y para que a los ojos de un ateneísta no falte elemento alguno de prestigio, dieron en sus proclamas y notas de la Campaña, el dechado del verbo viril, la nota más alta y vibrante del patriotismo.

Señores, aquí bajo el infinito azul del cielo, frente al inmenso azul del mar, sobre esta arena que el ardiente sol de los trópicos calcina, se derramó la sangre de los héroes y aquí se yergue hoy esa columna, ese monumento expiatorio elevado y construido por la gratitud y piedad de todo un pueblo. No son espadas sus atributos, es una antorcha la que nos legaron Mora y Cañas; y aquí vendremos a encender el fuego y a calentar nuestros corazones cada vez que la libertad de los costarricenses se encuentre amenazada, en toda ocasión en que la molicie relaje la moralidad y afloje el carácter de los hombres, o cuando nuestras discordias intestinas nos hagan presa de pasiones ciegas, porque el martirio que esas piedras conmemoran, es una lección eterna del error que cometemos al olvidar que nuestra pequeñez, sólo es grande por la innata y legendaria fraternidad costarricense!

Tomado de: ALEJANDRO ALVARADO QUIRÓS, 1925.  Secretario de la Academia Costarricense Correspondiente de la Española. NUESTRA TIERRA PROMETIDA. Imprenta y Librería Trejos Hnos. San José de Costa Rica. p. 80-95.

(Cortesía del Compañero Contertulio don Jaime García)

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